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de Retratos de memoria y otros ensayos Traducción: Manuel Suárez
Trabé conocimiento con Joseph Conrad en septiembre
de 1913, por medio de nuestra amiga común, lady Ottoline Morrell.
Durante muchos años había sido un admirador de sus libros; pero no me
había atrevido a conocerle personalmente sin que mediase una
presentación. Hice el viaje hasta su casa, cerca de Ashford en Kent, con
una expectación algo agitada. Mi primera impresión fue de sorpresa.
Hablaba inglés con un acento extranjero muy acentuado y, en su porte, no
había nada en absoluto que sugiriese el mar. Era un aristócrata polaco
de los pies a la cabeza. Los sentimientos que le inspiraban el mar e
Inglaterra eran sentimientos de amor romántico: un amor a cierta
distancia; la suficiente para hacer al idilio inmaculado. Su amor por el
mar empezó en sus primeros años. Cuando les dijo a sus padres que
quería seguir la carrera de marino, le exhortaron a que ingresara en la
marina austríaca; pero él necesitaba la aventura y los mares tropicales y
extraños ríos enmarcados por espesas arboledas, y la marina austríaca
no le ofrecía ningún margen para la satisfacción de esos deseos. Su
familia quedó horrorizada ante la idea de que hiciese su carrera en la
marina mercante inglesa; pero la determinación de Conrad fue inflexible.
Como cualquiera puede comprobar en sus libros, era
un moralista muy rígido y, políticamente, estaba muy lejos de simpatizar
con los revolucionarios. El y yo, no coincidíamos en absoluto en la
mayoría de nuestras opiniones respectivas; pero estábamos
extraordinariamente de acuerdo en algo muy fundamental.
Mis relaciones con Joseph Conrad fueron diferentes a
cualesquiera otras que haya tenido nunca. Le vi rara vez y, entre una
ocasión y otra, pasaban años. Por nuestras vidas exteriores, éramos casi
extraños; pero compartíamos una determinada concepción de la vida y del
destino del hombre que, desde el primer momento, estableció entre
nosotros un lazo extremadamente fuerte. Quizá se me pueda perdonar que
cite una frase de una carta que me escribió, al poco tiempo de conocerle
personalmente. La modestia me prohibiría citarla, si no fuese porque la
cita refleja muy exactamente lo que yo siento por su autor. Lo que él
decía, y yo siento igualmente, era, con sus palabras: «Un afecto
profundo de admiración que, aunque usted no me viera nunca más y
olvidara mañana mismo mi existencia, estaría a su disposición,
inalterablemente, usque ad finem.»
De todo lo que escribió, lo que más admiro es la terrible narración llamada El corazón de las tinieblas ,
en la que un idealista bastante débil se vuelve loco ante el horror de
la selva tropical y la soledad entre los salvajes. Creo que es la
narración que más completamente expresa su filosofía de la vida. Creo,
aunque no sé si él hubiera aceptado esta interpretación, que Conrad
pensaba que la vida humana civilizada y moralmente tolerable era algo
así como un peligroso paseo sobre una delgada corteza de lava
recientemente enfriada, que en cualquier momento podía romperse,
precipitando al imprudente en las ardientes profundidades. Era
perfectamente consciente de las diversas formas de locura apasionada a
que están expuestos los hombres y, por ello, creía tan profundamente en
la importancia de la disciplina. Se podía decir que su punto de vista
era, quizá, la antítesis del de Rousseau: «El hombre nace encadenado,
pero puede llegar a ser libre.» Llega a ser libre, creo que quería decir
Conrad, no dando suelta a sus impulsos, no abandonándose a la
casualidad y a lo incontrolado, sino sometiendo los ciegos instintos a
fines superiores.
No se interesó mucho por los sistemas políticos, aunque tuviera algunos sentimientos políticos muy intensos. Los de mayor intensidad consistían en su amor a Inglaterra y su odio hacia Rusia, como se refleja en El agente secreto ; y el odio hacia Rusia, tanto a la zarista como a la revolucionaria, se expresa, con gran energía, en Bajo la mirada de occidente.
Su aversión hacia Rusia era la tradicional en Polonia. Era tan
extremada, que no concedía ningún valor ni a Tolstoi ni a Dostoievski.
Una vez me dijo que Turgueniev era el único novelista ruso al que
admiraba.
Fuera de su amor a Inglaterra y su odio hacia
Rusia, la política le preocupaba poco. Lo que llamaba su atención era el
alma humana individual, frente a la indiferencia de la naturaleza y,
con frecuencia, frente a la hostilidad del hombre, y sujeta a la íntima
lucha entre las malas y las buenas pasiones, que la conduce a la
destrucción. Las tragedias de la soledad ocuparon una gran parte de sus
pensamientos y sentimientos. Una de sus más típicas narraciones es Tifón.
En esta historia el capitán, que es un alma sencilla, consigue salvar
su barco gracias a un valor inconmovible y a una firme voluntad. Cuando
pasa la tempestad, escribe una larga carta a su mujer, contándoselo
todo. En este relato, la parte desempeñada por él se enjuicia con una
perfecta sencillez. El, simplemente, podría haber esperado. Pero el
lector, a través de la exposición, va dándose cuenta de todo lo que ha
hecho, de todo lo que ha arriesgado y de todo lo que ha sufrido y
resistido. La carta, antes de ser remitida, es leída subrepticiamente
por su mayordomo; pero nadie más puede leerla, porque su mujer la
encuentra aburrida y la rompe sin leerla.
Las dos cosas que más ocupaban la imaginación de Conrad eran la soledad y el temor a lo extraño. El proscrito de las islas , como El corazón de las tinieblas , se refiere al temor de lo que es extraño. Ambas están reunidas en la obra extraordinariamente dinámica llamada Amy Foster.
En ella, un campesino sudeslavo, en su viaje a América, resulta el
único superviviente del naufragio de su barco y arriba a un pueblecito
del condado de Kent. Todo el mundo le teme y le maltrata, excepto Amy
Foster, una muchacha oscura y sencilla, que le lleva pan cuando está
desfallecido y, al final, se casa con él. Pero ella también, cuando su
marido, delirando, vuelve a su lengua vernácula, queda sobrecogida por
el temor a lo extraño que hay en él, coge al niño, que es hijo de ambos,
y abandona a su marido. El muere solo y desesperado. Yo me he
preguntado, a veces, qué grado de esta soledad humana había
experimentado Conrad entre los ingleses y cuánto había superado por un
enérgico esfuerzo de voluntad.
El punto de vista de Conrad estaba lejos de ser
moderno. En el mundo moderno existen dos filosofías: una, que proviene
de Rousseau, y que deja de lado, como algo innecesario, a la disciplina;
otra, que encuentra su más plena expresión en el totalitarismo, concibe
la disciplina como esencialmente impuesta desde fuera. Conrad era
partidario de la tradición más antigua, en la que la disciplina debía
venir de dentro. Detestaba la indisciplina y aborrecía la disciplina que
fuera sólo externa.
En todo esto me siento plenamente identificado con
él. Ya en nuestros primeros contactos conversamos con una intimidad que
aumentó sin cesar. Parecía que íbamos profundizando, una detrás de otra,
las capas de la superficialidad, hasta que, de modo gradual,
alcanzábamos los dos el fuego central. Fue una experiencia distinta de
cualquier otra que yo haya conocido. Nos mirábamos mutuamente a los
ojos, casi espantados y embriagados de encontrarnos juntos en semejante
región. La emoción era tan intensa como un amor apasionado y, a la vez,
tan absorbente como él. Llegué a estar trastornado, y me fue difícil
encontrar mi equilibrio en los asuntos cotidianos.
No vi a Conrad durante la guerra ni después; no lo
vi hasta mi regreso de China en 1921. Cuando mi primer hijo nació, ese
mismo año, quise que Conrad fuese para él todo lo padrino que se pudiera
ser sin que mediara una ceremonia formal. Escribí a Conrad, diciéndole:
«Con su permiso deseo llamar a mi hijo John Conrad. Mi padre se llamaba
John, mi abuelo se llamaba John y mi bisabuelo se llamaba John; y
Conrad es un nombre que considero valioso.» Aceptó la proposición y le
regaló a mi hijo, puntualmente, la copa que es usual en estas ocasiones.
Después no le vi mucho, pues yo vivía la mayor
parte del año en Cornwall, y la salud de él no era muy buena. Pero tuve
algunas cartas agradables suyas, especialmente una acerca de mi libro
sobre China. Me escribía: «Siempre me han gustado los chinos, incluso
los que intentaron matarme (a mí y a algunos otros) en el patio de una
casa particular de Chantabun; incluso (pero no tanto) el individuo que
me robó todo el dinero una noche en Bangkok, pero que cepilló y dejó
colocada cuidadosamente la ropa que tenía que ponerme al día siguiente,
antes de desvanecerse en las profundidades de Siam. También he recibido
muchas atenciones de varios chinos. Todo esto, y una conversación
nocturna con el secretario de Su Excelencia Tseng en la terraza de un
hotel y un estudio de trámite del poema «The Heathen Chinee», era todo
lo que sabía en relación con China. Pero después de leer su
interpretación, sumamente interesante, del Problema Chino, tengo una
impresión melancólica del futuro de aquel país.» Continuaba diciendo que
mis perspectivas en cuanto al futuro de China «hacían estremecer el
alma»; más aún, escribía, cuando yo ponía mis esperanzas en un
socialismo internacional, porque eso era: «La clase de cosa -comentaba- a
la que no puedo atribuir ninguna especie de significado definido. Nunca
he sido capaz de encontrar en ningún libro ni en ninguna conversación
humana nada que me convenciese lo bastante para permitirme resistir, ni
siquiera un instante, al sentimiento, profundamente impreso en mi
espíritu, de que la fatalidad rige este mundo habitado por los hombres.»
Después decía que, aunque el hombre ha llegado a volar, «no vuela como
un águila, vuela como un escarabajo. Y usted debe haber advertido qué
ridículo, feo y fatuo es el vuelo de un escarabajo». Me parece que, con
aquellas observaciones pesimistas, demostraba una sabiduría mayor que la
que demostraba yo con mis esperanzas algo artificiales, en una solución
feliz para China. Debe decirse que, hasta ahora, los acontecimientos le
han dado la razón.
Esta carta fue mi último contacto con él. Nunca
volví a hablar con él, aunque sí le vi. Le vi una vez, al otro lado de
la calle por donde yo iba, hablando muy seriamente con un hombre a quien
yo no conocía, parados ante la puerta de lo que había sido la casa de
mi abuela y que, después de la muerte de ésta, se convirtió en el Arts
Club. No quise interrumpir lo que parecía una seria conversación, y
continué mi camino. Cuando murió, poco después, lamenté no haber sido
inoportuno. La casa ha desaparecido, destrozada por Hitler. Supongo que
Conrad está siendo olvidado. Pero su nobleza intensa y apasionada
brilla en mi memoria como una estrella vista desde el fondo de un pozo.
Quisiera que estuviera en mi poder hacer que su luz brillase para los
demás como ha brillado para mí.
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